Melancolía.

Ir al pueblo cada vez me resulta más melancólico. No sé si es la cercanía del otoño o una de las facetas de mi "ser géminis" que me arrastra hacia el realismo mientras que la otra se muestra mucho más vital y optimista. Y es que ya estoy pensando que arrastro algún "fatum" negativo porque mi chico no hace otra cosa que recordarme dos fatalidades: la primera es que siempre que vengo al Levante, empieza a llover y cambia el tiempo impidiéndonos ir a la playa y la segunda es que cuando voy al pueblo empieza a sonar la puta campana con el típico toque de difunto. Y es que no falla.
Bien está tener que soportar la campana con su toque habitual -todavía recuerdo que me ponía de los nervios cuando estudiaba la oposición y de repente empezaba a tocar la campana anunciando, acto seguido, el disco de música religiosa que colocan en la torre y que ha generado tanta polémica entre los poco madrugadores jóvenes-, pero que la campana toque, precisamente a muerto, cuando uno acaba de llegar al pueblo... eso, me resulta ya totalmente fatídico.
Es entonces cuando me conquista una tremenda melancolía. Y es que, la vida en la ciudad es casi siempre ajena a los hechos básicos de la vida, y en la ciudad la gente se muere sin que nadie se de cuenta, sin que lo percibas, sin que te afecte en el desarrollo de tu vida ordinaria. Pero, en el pueblo todo es diferente. El hecho del morir se vive como un acontecimiento anunciado con doble toque de campana, un toque triste, apagado, rítmico, que anuncia que algo desaparece de tu propia vida. Es entonces cuando recorro mentalmente cada una de las casas de mi barrio, del barrio vecino y de aquel que está mucho más allá. Y mentalmente, recuento la cantidad de personas que fueron parte de mi niñez y que ahora ya no están. Gente que formaban parte de tu vida y cuyas casas ahora se ven cerradas, sin pintar, descuidadas y algunas en abandono.
Sin ir más lejos, hace unos días fallecía "La Antonia" con quien tanto me reía cuando la veía por las calles ejerciendo su "síndrome de Diógenes". Y es que no había contenedor que se resistiera a La Antonia hasta que colocaron unos nuevos modelos enterrados:
-¡No se piense el alcalde que me va a joder a mí la vida! -me decía La Antonia enseñándome un pincho alargado-... ¡mira que pincho me he buscao pa remover el nuevo contenedor! ¡que se joda el Alcalde!
-Pero... Antonia... ¡vete para tu casa que estás muy lejos y no sabrás volver! -le aconsejaba yo.
-Ah! ¡tú no te preocupes, que La Antonia no se pierde! Y eso que no le he dicho ná a mis chicos. Yo... en el momento que se han distraido, ha salio de mi casa con el gancho... y ¡a rebuscar!.
Y efectivamente, rebuscó con tal ímpetu que los que pasaron después por allí la encontraron patas arribas empotrada en la boca del contenedor esperando que alguien la sacara.
Hoy la casa de La Antonia también quedará cerrada, mientras que al desaparecer el personaje, desaparece algo de mí mismo.
¿Será ya esta melancolía un indicio de la llegada del otoño?