Todos sabemos de la riqueza del castellano, o español, según los gustos, que no es mi intención polemizar ahora sobre esa distinción, hasta el punto de que yo me quito el sombrero ante cualquier traducción inglesa del QUIJOTE, por ejemplo, porque no me imagino yo la de quebraderos de cabeza que habrá tenido que pasar el traductor para volcar toda la riqueza de nuestro idioma a esa lengua bárbara que es el inglés.
Viene esto al caso porque dentro de esa riqueza, y de ese patrimonio común de los hispanohablantes se encuentra, sin ningún género de duda, el de los refranes, que quien más o quien menos conoce alguno, las personas mayores saben citarlos en el momento exacto, y ya hay fanáticos que dominan el refranero antiguo como si fuera un idioma propio… Ya hice en su momento mención a los refranes que podían tener una lectura “sospechosa” por no decir directamente refranes maricones, pura y llanamente, aunque ahora no quiero referirme a los refranes institucionalizados, es decir los oficialmente recogidos en el refranero, sino a los dichos y refranes de cada casa, de cada familia, aquella frase o sentencia, que dicha en el momento exacto, ha pasado a constituirse en patrimonio de una familia, de un grupo de personas, aunque sea completamente desconocido para los demás…
Y es que, en una ocasión, comentando que a mí me gusta mucho dejarme la perilla (lo que actualmente sólo puedo hacer en vacaciones, porque en el trabajo me lo prohíben, y he de ir afeitadito todos los días), entre otras cosas porque la perilla me hace más mayor (que yo afeitadito paso todavía por un jovencito de universidad… ¡y tengo ya 37 tacos!), dije que, al principio, cuando me la dejaba en el instituto, a mi madre que no le gusta nada la perilla, se metía conmigo diciéndome: “¡Anda, aféitate ya eso, que parece el sobaco una tonta!”, que no se yo si lo decía con tanto énfasis porque no le gusta la perilla, o porque –efectivamente- en mi imberbe adolescencia, lo que yo llamaba orgullosamente “mi perilla” no eran más que cuatro pelos en guerrilla, y hubo un bloguero, que ahora mismo no recuerdo, que me dijo que se había reído mucho porque no había escuchado nunca antes en su vida esa expresión, mientras que para mí era de lo más familiar…
Todo sea dicho de paso, en mi casa, se puede decir que la gran hacedora de refanes familiares ha sido siempre mi madre, aunque ella, alguna de las setencias que cita dice que son previas, pues dice que ella las había escuchado antes a mi abuelo meterno, o sea su padre. Una de ellas es la de “¡Tienes cosas que colgadas parecen bolsas!”, que se suele decir cuando alguien dice cualquier cosa que se cae por su propio peso de evidente, o al contrario, de mentira y falsa… Era como pedirle permiso a mi madre para pasar unos días en la playa, con mis amigos en el mes de Noviembre (evidentemente, Noviembre, no es un mes para ir a la playa, o sea que mi madre sospecha que el ir a la playa tiene otros fines ocultos: Montar una fiesta, beber, hacer gilipolleces varias…) pero en vez de decirte: “¡Hijo mío, a la playa en Noviembre, anda, anda!”, ella lo que decía era: “¿A la playa en Noviembre? ¡Anda, que tienes cosas que colgadas parecen bolsas!” y es verdad que no debe ser un dicho muy conocido, porque yo lo he citado en alguna ocasión, cuando ha venido al caso, y mis oyentes se han sorprendido.
Otra, muy típica de mi madre, sobretodo cuando quería enfatizar su negativa a cualquier propuesta por tu parte, era la de exclamar: “¡Anda y mea, que ya clarea!”, que yo he traducido siempre como la forma materna de decir: “¡Eso no te lo crees ni tú!”, otra cuya autoría hay que endosarle a mi abuelo materno, según ella… pero es que no falla, tú le decías, con cara de bueno y de cordero degollado: “Mamá… ¿Me das permiso para venir esta noche dos horas más tarde?” y te espetaba: “¡Anda y mea que ya clarea!”, y ya no había más discusión, esa frase era tan demoledora como la firma de un Presidente en una sentencia de muerte, que por más que lo intentaras, ni indultos de última hora del Gobernador de ARKANSAS, ni la intervención de un abogado comprometido con la verdad, o una vigilia de oración encomendada por el mismísimo Papa de ROMA, iban a cambiar su voluntad, en este caso negativa: Contra el “¡Anda y mea, que ya clarea!” no había ulterior recurso que valiese…
En una ocasión, mi madre compró polos flash, de esos congelados, una bolsa que tenía 30 unidades, ni más ni menos… llegada la hora de la siesta, sacrosanta e insaltable en ANDALUCÍA, mi madre nos dejó viendo la tele y nos dijo: “En la nevera teneís polos flash, ahora cuando avanece un poco la película podéis tomaros unos” Evidentemente, fuimos obedientes, y mi hermano, mi hermana y yo nos comimos nuestro polo flash correspondiente… pero claro, dejas tres chiquillos, en Agosto, a las cuatro de la tarde, con un calor de justicia, delante de la tele y más aburridos que una ostra, y enseguida a alguno de los tres se nos ocurrió la idea: “¿Y si nos tomamos otro?” Y así lo hicimos, y luego otro, y otro, y otro… total, resumiendo, que nos metimos entre pecho y espalda la totalidad de los polos flash. Mi madre, a eso de las cinco y media, seis de la tarde, que se levanta de la siesta toda acalorada, sudando como un pollo, y se le ocurre la brillante idea de tomarse un polo flash ella también, y con sorpresa descubre que la nevera está vacía… Nos llama a su presencia, a la cocina, y nos suelta la bronca del siglo de que “que ansiosos somos, que si el lema del pobre –reventar antes de que sobre-, que si no pensamos en los demás, que no sabemos administrar…”, mi hermano y yo, cabizbajos, aguantando el chaparrón (al fin y al cabo nos estaban regañando con razón) pero la simple de mi hermana, que a veces es más simple que el mecanismo de un chupete, alza la mirada, con cara de pena, y le dice a mi madre: “¡Es que uno detrás de otro, están tan buenos!” (con lo que, lógicamente, contribuyó más a encabronar a mi madre), pero desde entonces eso se ha quedado como refranillo familiar, o cantinela, que cuando alguien, en la mesa, en mi casa, quiere repetir de algún plato, o justificarse por su glotonería, sólo tiene que exclamar “¡Es que uno detrás de otro, están tan buenos!”…
¿Cómo llamáis vosotros a la pistola difusora del limpiacristales? Porque sobre este tema tan peliagudo, y me consta que aún no se ha hecho (aviso a los filólogos) se podría hacer una auténtica tesis doctoral titulada “NOMENCLATURA ANDALUZA DE LA PISTOLA DIFUSORA DEL LIMPIACRISTALES” y es que, según he investigado, en cada casa este misterio se resuelve de forma completamente diferente. Vamos a ver, lo mismo que los esquimales, se dice, tienen diecinueve adjetivos diferentes para designar nuestro color blanco, que a lo sumo que llegamos nosotros, en matices, es a “blanco, blanco roto, blanco huevo, blanco márfil, blanco sucio” y poco más, en ANDALUCÍA tenemos tropecientas palabras diferentes para denominar al botijo: “botijo, búcaro, pipo, alcazarra, cantarilla, belez, tinaja, cántara, pirulo, piporro…” pues con las pistolas difusoras del limpiacristales, sucede lo mismo, sólo que la diferencia no es regional, sino que llega a incluso a ser completamente diferente en cada casa. Así, hay quien dice, simplemente: “Niño, tráeme el Glass-Glassex”, tomando la marca por el todo, lo mismo que cuando decimos “He merendado un DANONE” en vez de decir yogur; en otras casas he escuchado lo siguiente: “Busca el limpiacristales” eliminando el engorro de nombrar al aparato quedándonos con sus efectos…; en muchos hogares la designación es más onomatopéyica, describiendo el ruído del difusor: “Tienes que ir al supermercado y comprar un fru-frú de los cristales”, mientras que en la familia de mi novio, y mi novio mismo, se refieren siempre a ello como “el chuchufli”… en lo que se refiere a mi familia, dicho artilugio ha sido llamado siempre “el chifliqui de los cristales”
Lo anterior me recuerda otra anécdota: De monaguillo, en la parroquia, había un aparato que era un palo de metal, hueco, muy largo, con un punto de mira en el extremo, y que en el otro extremo tenía una perilla de goma… de esta manera, al apagar las velas muy altas, colocabas la llama en el punto de mira y apretabas la perilla y el aire apagaba la vela… ante la incapacidad de denominar convenientemente a este aparato (¡el apagavelas! –mira que es sencillo) todos los conocíamos como el “chochoflo” Pues bien, en una ocasión que estaba el párroco reunido en su despacho con dos señoronas, de las de más alto y rancio abolengo de la parroquia, discutiendo unos asuntos muy serios, que ya debían serlo porque nos dijo que al que le interrumpiera nos mataba… hubo necesidad de apagar mientras tanto unas velas y no encontrábamos el “chochoflo” por ningún lado… yo toqué a la puerta del despacho, entré y el párroco, con cara de muy pocos amigos por la interrupción, me dijo: “¿Qué quieres?” con las dos cacatúas aquellas sentadas delante de su mesa, con cara de menos amigos aún, yo muy serio le digo: “Perdone usted la interrupción, pero es que no encontramos el chochoflo por ningún sitio… ¿Lo ha visto usted?” En ese momento creí que a las viejas reprimidas les iba a dar un pálpito, porque la palabra, en sí suena grosera, pero cuando ya creí que se iban a desmayar de verdad es cuando el párroco, sin inmutarse me dijo: “¡El chochoflo, ah sí! Creo que lo he visto detrás de la puerta del baño de señoras, lo dejaron allí las limpiadoras” y claro las mujeres alucinando porque el párroco hubiese visto un chochoflo… ¡Es que los párrocos ven cada cosa!
Así que os animo a que, vía comentarios, compartáis conmigo esas expresiones o palabrejas que sospechéis son solamente conocidas en vuestro ámbito familiar, y no por los demás, para que así vayamos enriqueciendo juntos este patrimonio nuestro que es la lengua de CERVANTES…