Reyes.

No he podido quejarme. En realidad, he sido un niño con una infancia muy feliz. Ciertamente, esos días llevaban consigo una Navidad distinta. Ahora, en la ciudad, y un poco más crecidito, el día de Reyes ha cambiado de color. Aunque no pueda quejarme de todo lo que me sigue aportando.
Para mí, el día de Reyes era el día de la ilusión. Y la seguí manteniendo durante años no queriendo ver lo que se impone. Y así, hasta mis trece o catorce, yo vivía con la ilusión de aquellos Magos que venían a casa la noche del cinco de enero a llenar el árbol de Navidad y el pequeño Belén que yo construía de regalos ilusionantes.
Si bien es cierto que cuando apareció aqueña niña pija -hija de los banqueros recién llegados al pueblo- y defendía a sus once años que los Reyes existían en medio de todas mis certezas ocultas sobre su inexistencia, yo sonreía interiormente por su ingenuidad intentando hacerle comprender que era imposible que las figuritas del Belén bebieran el agua del mismo y se acercaran noche tras noche al portal -en mi Belén, eso nunca ocurría-, también es cierto que yo quería mantener la ilusión del corazón intacta agarrándome a la niñez que se escapaba.
No es que los Reyes llegaran muy cargados a casa, pero recuerdo aquel año en que me trajeron la máquina de escribir. ¡Diossssssssss! Una preciosa máquina de escribir para mí sólo. ¡Con la ilusión que ello me hacía!. Y recuerdo otro año en que se presentaron con una cadena musical que yo tanto añoraba.
También recuerdo el año en que los Reyes vinieron con televisión nueva: una enorme y preciosa televisión que suplantaba al artefacto anticuado que teníamos en casa. Y aquel otro, cuando vinieron con uno de los mejores Monopatines que ha conocido el pueblo: Un precioso patín de madera barnizada que todavía conservo en casa y que fue la envidia de toda la pandilla. Nadie tenía un patín semejante: todos eran vulgares patines de plástico barato... pero el mío era reluciente y con unas ruedas impresionantes que todos querían probar a pesar de mis reticencias temerosas de que me lo estropearan. Nadie se ha lucido tanto en el pueblo como yo con ese monopatín. Aquel año, yo fui el "Monopatín Queen".
Claro que, poco a poco iba llegando la técnica. Y uno de aquellos años, los Reyes se presentaron en casa con unos "Walquie talquie" que ya los quisiera para sí el Ministro del Interior. ¡Qué artefactos!... Eso fue la maravilla del momento: nadie había visto una cosa así, y todos mis amigos se volvían locos con los Walquies cuando jugábamos a policías y podíamos comunicarnos de una punta del pueblo a la otra. ¡Dios!...¿quién había podido hablar hasta entonces desde el Cerro de "La Malena Pelá" hasta el Cerro de "las Cinco Cabezas"? ¡Nadie!. Yo fui el primero en entablar conversación con Pablito desde un sitio al otro a través de mis Walkies... toda una proeza reseñada en los libros de historia local. Y, por esos Walkies, la pandilla escondida en los trigales, era capaz de comunicarse con su comité de espionaje y dar una buena paliza al grupo enemigo. ¡Ay mis Walkies!.
Claro que... también hubo disgustos. Como cuando los Reyes se presentaron con un paracaidas, último modelo, que a modo de cometa se soltaba en días de vientos y unido con un hilo kilométrico llegaba hasta la torre del campanario.... ¡Ay dios! ¡qué disgusto más grande cuando se lió en los cables de Iberdrola que había colocados de palo en palo por todo el pueblo! ¡Ése sí que fué un disgusto tremendo! Porque mi paracaidas quedaba colgado "in saecula saeculorum" un día siete de enero de aquel cabre sin que nadie pudiera rescatarlo... y era muy duro pasar por allí todas las tardes y ver el espectáculo.
Y ese otro disgusto que me propinaron los Reyes cuando se presentaron con un submarino etiquetado con mi mismo nombre que surcaba los interiores de toda piscina y de la fuente de la localidad... ¡Muy mal se portaron los Reyes al no avisarme de que tenía que secarlo cada vez que lo usara! Y a los quince días, todos los hierros del submarino estaban oxidados y no hubo manera de volverlo a echar a navegar.
Pero nada comparable al disgusto mayor de mi vida: cuando los reyes me regalaron tres gatos. Y la pérfida, facinerosa, presuntuosa, cleptómana, malvada y demoníaca nieta madrileña de mi vecina penetró -no en mí sino en mi casa- y me los robara... ¡Creo que tuvieron que llamar a un cura para que parara de llorar!... Y hasta que no logré descifrar aquel entuerto y encontrar a tan maligna mujer -devolviendo mis gatos a su cesta-, no vino de nuevo la paz a mi hogar. Desde entonces, descubrí que las mujeres no eran para mí... que eran todas unas "robagatos" y que jamás en mi vida le tocaría las tetas a ninguna de ellas.
Y... así ha sido.