Al subir las antiguas escaleras de piedra arenosa de lo que fuera la huerta del convento, se accede al Cementerio de la localidad y una de las primeras tumbas con la que te encuentras es con la de Luis y Nicolasa, matrimonio del Siglo XIX, que enterrados como amorosa pareja, descansan bajo una de las losas más antigua conservadas. Siempre que paso por allí, no puedo evitar derramar una sonrisa contemplando la inscripción en la que se hace referencia al nacimiento y defunción de tan amorosos amantes.
Y es que, hace unos meses, encontraban en mi ciudad -cuando estaban desenterrando la antigua alcazaba musulmana y sus murallas- los restos de una antigua casona de aquella misma época y escondida tras uno de sus derrumbados muros, una vasija que contenía cerca de 200 monedas de oro -las de la foto- cuyo valor tanto numismático como material es bastante considerable. Yo, harto de caminar por aquella calle donde se encontraron esas monedas, nunca pude sospechar semejante tesoro, pues de haberlo sabido... bien saben todos que desde lo que fuera mi casa hubiera excavado tremendo túnel hasta el enterrado hallazgo... jajaja!. Pero no... tuvieron que venir los arqueólogos -como no podía ser de otra forma- a encontrar esas maravillas.
Pues, volvamos al asunto: El hallazgo de estas monedas preciosas me trajo a la memoria la historia de Luis y Nicolasa. Y claro... cada vez que visito el cementerio, Luis y Nicolasa me llaman poderosamente la atención desde su centenaria tumba.
Luis, según consta, murió bastante joven dejando a su adinerada esposa Nicolasa, además de llena de miles de las antiguas pesetas y duros de oro, con cuatro pares de mulas y unas cuantiosas hectáreas de terrero con las cuales poder pagar los gastos de su palacete así como los salarios de sus criadas, pero condenando a Nicolasa al mantenimiento de sus tres hijos varones a los cuales habría de dar estudios o colocar convenientemente, todo en armonía con sus status social. De ahí que uno llegara a Notario, otro a Médico y el tercero Veterinario. No se podía pedir más.
Nicolasa había cumplido con creces el encargo impuesto por la tradición y vivía, muy plácidamente, viendo transcurrir los días pueblerinos entre sus riquezas varias.
Pero he aquí, que recién llegado al Pueblo un advenedizo veterinario en plena juventud, Nicolasa perdiera la cabeza por aquella carne joven y aquel jovenzuelo viera en Nicolasa la solución a su precaria situación. Fue entonces, cuando se dedicó a la conquista y Nicolasa cayó infinitamente enamorada de aquella belleza andante de enorme paquetón y formas florentinas.
A tanto llegó el asunto que Nicolasa -viuda desde hacía años- reunió a toda la familia para poner en conocimiento de sus tres hijos la intención de contraer matrimonio con aquella beldad y, con plena unanimidad, los tres fallaron impedir el matrimonio de su madre con aquel muerto de hambre que pretendía acaparar todos los bienes familiares.
La furia de Nicolasa fue infinita y cumpliendo sus amenazas, ocultó en aquella casa todo el oro de la familia sin que sus tres hijos supieran dónde lo había escondido.
A pesar de las infinitas súplicas, Nicolasa nunca confesó dónde estaban el oro y las joyas y se marchó, muchos años después, al otro mundo cuando la guadaña vino a hacerle la última visita. Había sido su venganza por no dejarle disfrutar de aquella pasión que desbordaba cada uno de sus íntimos deseos.
Así fue cómo, en aquellos años, los sucesivos herederos de aquella casa, la fueron desmontando para encontrar el oro que supuestamente estaba escondido entre sus muros: se mandó limpiar el pozo; se mandó derruir falsos muros y paredes, mirar dentro de las tinajas, falsos suelos, falsos techos, tejados y tejas, ladrillos, escaleras... El oro y las joyas, que se sepa, nunca aparecieron.
Y... nosotros tampoco lo encontramos. Porque, muchos años después, mis padres vivieron durante un tiempo en aquella casa y, a mi madre, nunca le he oido decir nada de ese oro.
Hace unos años, el nuevo propietario de aquella casa, la mandó derrumbar y mis familiares descendientes de aquella familia estuvieron pendientes de aquel derrumbe. Sólo alguno conocía la historia y sólo alguno miraba de reojo mientras la máquina tiraba los cascotes. Pero, ni con esas. La tremenda excavadora fue incapaz de encontrar algo parecido al Oro de Nicolasa, que -al parecer- sigue tan escondido como lo estuvo desde el primer día.
Supongo que un buen día, alguién -al igual que ha ocurrido con el primer oro- encontrará semejante metal... y la dicha, será infinita. Mientras tanto, Nicolasa reposa formalmente con su primer y único marido mientras que el pretendido segundo -que no lo fuera- ha pasado al anonimato en aquel cementerio e historia municipal.
Y es que, hace unos meses, encontraban en mi ciudad -cuando estaban desenterrando la antigua alcazaba musulmana y sus murallas- los restos de una antigua casona de aquella misma época y escondida tras uno de sus derrumbados muros, una vasija que contenía cerca de 200 monedas de oro -las de la foto- cuyo valor tanto numismático como material es bastante considerable. Yo, harto de caminar por aquella calle donde se encontraron esas monedas, nunca pude sospechar semejante tesoro, pues de haberlo sabido... bien saben todos que desde lo que fuera mi casa hubiera excavado tremendo túnel hasta el enterrado hallazgo... jajaja!. Pero no... tuvieron que venir los arqueólogos -como no podía ser de otra forma- a encontrar esas maravillas.
Pues, volvamos al asunto: El hallazgo de estas monedas preciosas me trajo a la memoria la historia de Luis y Nicolasa. Y claro... cada vez que visito el cementerio, Luis y Nicolasa me llaman poderosamente la atención desde su centenaria tumba.
Luis, según consta, murió bastante joven dejando a su adinerada esposa Nicolasa, además de llena de miles de las antiguas pesetas y duros de oro, con cuatro pares de mulas y unas cuantiosas hectáreas de terrero con las cuales poder pagar los gastos de su palacete así como los salarios de sus criadas, pero condenando a Nicolasa al mantenimiento de sus tres hijos varones a los cuales habría de dar estudios o colocar convenientemente, todo en armonía con sus status social. De ahí que uno llegara a Notario, otro a Médico y el tercero Veterinario. No se podía pedir más.
Nicolasa había cumplido con creces el encargo impuesto por la tradición y vivía, muy plácidamente, viendo transcurrir los días pueblerinos entre sus riquezas varias.
Pero he aquí, que recién llegado al Pueblo un advenedizo veterinario en plena juventud, Nicolasa perdiera la cabeza por aquella carne joven y aquel jovenzuelo viera en Nicolasa la solución a su precaria situación. Fue entonces, cuando se dedicó a la conquista y Nicolasa cayó infinitamente enamorada de aquella belleza andante de enorme paquetón y formas florentinas.
A tanto llegó el asunto que Nicolasa -viuda desde hacía años- reunió a toda la familia para poner en conocimiento de sus tres hijos la intención de contraer matrimonio con aquella beldad y, con plena unanimidad, los tres fallaron impedir el matrimonio de su madre con aquel muerto de hambre que pretendía acaparar todos los bienes familiares.
La furia de Nicolasa fue infinita y cumpliendo sus amenazas, ocultó en aquella casa todo el oro de la familia sin que sus tres hijos supieran dónde lo había escondido.
A pesar de las infinitas súplicas, Nicolasa nunca confesó dónde estaban el oro y las joyas y se marchó, muchos años después, al otro mundo cuando la guadaña vino a hacerle la última visita. Había sido su venganza por no dejarle disfrutar de aquella pasión que desbordaba cada uno de sus íntimos deseos.
Así fue cómo, en aquellos años, los sucesivos herederos de aquella casa, la fueron desmontando para encontrar el oro que supuestamente estaba escondido entre sus muros: se mandó limpiar el pozo; se mandó derruir falsos muros y paredes, mirar dentro de las tinajas, falsos suelos, falsos techos, tejados y tejas, ladrillos, escaleras... El oro y las joyas, que se sepa, nunca aparecieron.
Y... nosotros tampoco lo encontramos. Porque, muchos años después, mis padres vivieron durante un tiempo en aquella casa y, a mi madre, nunca le he oido decir nada de ese oro.
Hace unos años, el nuevo propietario de aquella casa, la mandó derrumbar y mis familiares descendientes de aquella familia estuvieron pendientes de aquel derrumbe. Sólo alguno conocía la historia y sólo alguno miraba de reojo mientras la máquina tiraba los cascotes. Pero, ni con esas. La tremenda excavadora fue incapaz de encontrar algo parecido al Oro de Nicolasa, que -al parecer- sigue tan escondido como lo estuvo desde el primer día.
Supongo que un buen día, alguién -al igual que ha ocurrido con el primer oro- encontrará semejante metal... y la dicha, será infinita. Mientras tanto, Nicolasa reposa formalmente con su primer y único marido mientras que el pretendido segundo -que no lo fuera- ha pasado al anonimato en aquel cementerio e historia municipal.